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Animal Planet: 3 relatos / Ahmel Echevarría Peré


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Ahmel Echevarría Peré (La Habana, Cuba, 1974)

 
   Narrador, Ingeniero Mecánico. Entre otros premios obtuvo el Premio David 2004 en el género  cuento con el libro Inventario (Editorial UNION, 2007), el Premio Pinos Nuevos 2005 con la noveleta Esquirlas (Editorial Letras Cubanas, 2006), Beca Fronesis de creación novelística 2007, mención en el Premio UNEAC de novela Cirilo Villaverde 2008 por la obra Días de entrenamiento y Beca de creación Razón de ser 2008 por el libro de cuentos Las espirales del tiempo. Sus cuentos aparecen publicados también en las antologías Historia soñadas y otros minicuentos (Ediciones Luminaria, Sancti Spíritus, 2003), Los que cuentan —Una antología— (Editorial Cajachina, 2007), La ínsula fabulante —El cuento cubano en la Revolución— (1959-2008) (Editorial Letras Cubanas, 2008) y La fiamma in bocca —Giovanni narratori cubani— (Editorial Voland, 2009). Miembro del staff del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post y del proyecto Rizoma(s).      

   Actualmente trabaja como editor del sitio web Centro Onelio.
 

Animal Planet: 3 relatos inéditos



Animal Planet



—Llámame Ismael —dije.
Ella sonrió, se encogió de hombros y preguntó por el mando del televisor. Al levantarme pisé uno de los tres condones. Estallido sordo y denso sobre la alfombra —baratísima imitación de alfombra persa a los pies de la cama de un baratísimo motel.
Recordé dónde había puesto el mando a distancia: en una butaca. Para ser más exacto, el mando estaba bajo un montón de ropas: las suyas, las mías. Recogí el mando. Entonces caminé hasta ella y le dije: Toma. ¿Yo?: de pie, junto al extremo opuesto de la cama. ¿Ella?: acostada, su cuerpo desnudo y blanquísimo. Solo se arqueó para estirarse. Como una gata.
—Llámame Gunila.
Sonreí. Me gustaba su acento. Nunca había conversado con una mujer lituana, rusa o checa. Gunila parecía rusa. Debía preguntarle si había nacido en Moscú. Tal vez era de algún pueblito de campo o de una de las nuevas repúblicas luego del gran big bang de la vieja URSS. Pero solo ella, Dios y quizá también El Mexicano podrían ayudarme con mi duda. Le miré el rostro. Gunila debía ser moscovita e hija de un par de obreros.
—¿Qué haces? —Dijo.
—Aquí tienes.
Puse entre sus senos el mando del televisor.
Encendió la TV. La escuché ronronear, era una enorme y delgada gata. Luego de un zapping eligió uno de esos programas de Animal Planet: Naturaleza extrema.
—¿Verás eso? —Dije.
—¿Qué tiene de malo? Querido Ismael, puedo estar veinticuatro horas seguidas viendo programas como este.
Me sorprendió su interés por los animales. Intenté confesarle a Gunila que en toda mi vida nunca vi ninguno de esos documentales del National Geographic o del Animal Planet —al menos no de principio a fin—, pero esta enorme gata me pidió que la dejara ver la televisión.
Le pedí disculpas y de la butaca tomé el diario. Sin embargo no pude evitar prestarle algo de atención al documental para averiguar de qué trataba. En la pantalla se veían imágenes aéreas de una isla: La Española, creo. La cámara caía en una suave picada para luego planear como un albatros sobre el arrecife; minutos después, la cámara avanzó tierra adentro. Según la voz en off, el sinsonte de aquella isla sin agua dulce era otra sorprendente adaptación al medio o a un medio ambiente diferente a aquel en donde viven los sinsontes.

Los concursos de belleza son una verdadera escuela de la vida. No te resultará nada fácil si eres una persona débil y te cuesta adaptarte a situaciones difíciles o nuevas. Yo intenté creer en mí, mantener el buen humor y sonreír. El último día del concurso muchos se preguntaban sorprendidos de dónde sacaba una chica rusa tanto optimismo… sobre la cama dejé el diario—. Estaba leyendo una noticia de EFE, Sección Espectáculos; mientras, esta altísima mujer, una de las chicas de El Mexicano, miraba el documental del Animal Planet.
En la noticia se hablaba de una tal Kseniya Sukhinova, la Miss Mundo 2008. Le pregunté a Gunila si ella estaba al tanto de estos concursos. Sin mirarme dijo que no.
—Esta tal Sukhinova dice que fue una gran responsabilidad representar a Rusia en la final de Miss Mundo y que toda Rusia esperaba la victoria.
—Querido Ismael, ¿puedes hacerme el favor de dejarme ver el programa, por favor? Perdóname que sea así contigo… Por cierto, ¿podrías alcanzarme algo de beber?
Sin mirarme pidió whisky con agua. ¿Ella?: ensimismada con aquellos sinsontes de pico largo. Era, sin dudas, una mujer muy dulce. Serviría para mí un par de líneas de whisky y hielo.

—Llámame Víctor —dije.
Regresé con su vaso de whisky y agua. Le dije: Toma. ¿Yo?: de pie, junto al extremo opuesto de la cama. Extendí mi brazo para alcanzarle el trago. ¿Ella?: desnuda, piel blanquísima. Siguió acostada, solo se arqueó para estirarse. Como una gata.
Caminé hasta uno de los costados de la cama y puse el vaso entre los senos de esta dulce mujer.
—Llámame Gunila.
Bebió un pequeño sorbo antes de que me diera tiempo a proponer un brindis. Ronroneó. Me dio las gracias y me empujó con la pierna, suavemente, para convencerme de que quería ver el documental.
—Querido Víctor, deberías ver esto.
Me volví hacia el televisor: un sinsonte de aquella isla sin agua dulce daba el ejemplo de lo que debían hacer, los pájaros de su especie, para alimentarse en un medio tan singular. Su largo pico, como una combinación de martillo y cincel, golpeaba una semilla. Era una operación sencilla. Llegar a la nuez luego de quebrar la dura corteza.

Cuando recibí la corona de Miss Rusia 2007 mi primera reacción fue llorar. Realmente es un shock y afloran emociones muy fuertes. En un segundo se decide todo y sobre ti recae una gran responsabilidad, no hay vuelta atrás, eres como una niña pequeña que de repente tienes miedo y sientes tu debilidad —puse el diario sobre la cama y me di un trago, largo.
Le pregunté a Gunila si ella tenía alguna idea de cómo eran estos concursos. Tosió. Y sin mirarme extendió el brazo para acercarme el vaso.
—¿Sabías que la corona pesa?, escucha lo que dice este primor —dije—: “Pesa, pero me he dado cuenta de que es muy cómoda. Incluso no me la quería quitar. Ahora estoy echada, la corona resplandece sobre la mesita y yo la miro. Es un momento por el que vale la pena vivir. Pero esto solo es el principio, ahora tengo por delante un montón de trabajos interesantes”.
—Mi osezno Víctor, ¿puedes hacerme el favor de callarte, por favor? Discúlpame, es que quisiera ver cómo acaba ese rollo del sinsonte. ¿Podrías alcanzarme algo de beber?
Sin mirarme pidió más whisky con agua. ¿Ella?: ensimismada con aquellos sinsontes de pico largo. Para mí serviría otra ronda de Johnnie Walker y hielo.

—Llámame John —dije.
Whisky y agua en el vaso de Gunila, a la roca preparé mi trago.
Le dije: Toma. ¿Yo?: de pie, junto al extremo opuesto de la cama. Extendí mi brazo. ¿Ella?: acostada. Pezones grandes y largas extremidades. Solo se arqueó para estirarse. Como una gata. Me incliné y puse entonces el vaso entre sus piernas.
—Llámame Gunila. Gracias, eres un amor.
Esta vez tampoco alcancé a proponerle un brindis, porque se dio un trago largo tan pronto le di el vaso. Y señaló a la pantalla.
—John, querido, debes ver esto, deja el diario.
Y me volví hacia el televisor: un ejemplar del sinsonte de aquella isla sin agua dulce daba el ejemplo de lo que debían hacer, los pájaros de su especie, para calmar la sed.
Volaban hasta las colonias de iguanas; luego de un pequeño rodeo se posaban cerca de los reptiles. Les tomaba muy poco tiempo ganar confianza; con pequeños saltos se paraban junto a la iguanas y comenzaban a picotear en la piel para quitarle los parásitos. No daba crédito a lo que decía la voz en off; para los pájaros, cada parásito era una cápsula de sangre: arrancarlos del pellejo de las iguanas y así saciar la sed. ¿Las iguanas?: muy quietas, calentándose bajo el sol. Era una operación muy sencilla. Pero las dosis de sangre eran muy pequeñas para toda una colonia de sinsontes. Una colonia de muchas aves en una isla sin agua dulce.

La chica siberiana cursaba el último año en la cátedra en Sistemas Cibernéticos. Era una alumna ejemplar según dijo a EFE una tal Verónica Efremova, la jefa adjunta de estudios de la Universidad Estatal del Petróleo y el Gas de Tyumen.
Tomé un pequeño sorbo de mi vaso para aclarar la voz: “Se trata de una especialidad muy difícil y no es frecuente ver chicas allí. Además, Sukhinova saca sólo notables y sobresalientes” —leí en voz alta fragmentos de la noticia sabiendo de antemano que lo hacía solo para mí.
Gunila maldijo en voz baja. Era cierto que ella moría por aquellos programas de animales. Sonreí. ¿Aquella mujer era una buena elección? De la mercancía que tiene El Mexicano con los ojos cerrados puedes comprarle el Johnnie Walker. Sabía lo de sus chicas; de casualidad había conocido a esta gata altísima que, como el whisky, parecía una muy buena elección.
Me volví hacia el televisor: aparecieron unos pájaros blancos y pensé en el albatros, y pensé en preguntarle a Gunila si en realidad eran albatros. Pero la voz en off mencionó el nombre de aquella especie de pájaro. Y no lo eran. Entonces le leí a Gunila lo que decía la jefa adjunta de estudios de la Universidad Estatal acerca de la Miss siberiana: “No tiene asignaturas pendientes, de lo contrario no la habrían dejado ir a ningún sitio. En este aspecto somos muy estrictos. Si le quedara alguna asignatura pendiente la habríamos echado.”
—Los rusos parecen ser muy duros de pelar —dije—. ¿Acaso es cierto que lo son? Escucha esto: “Después del triunfo de Kseniya Sukhinova en Miss Rusia 2007, la universidad la apoyó y diseñó para ella un horario personalizado…” —tomé el vaso y terminé mi trago—. Su carrera de Miss y los estudios… ¿es cierto que en Rusia el Estado hace esto por ti, así, sin más?
—John de mi alma, ¿puedes hacerme el maldito favor de callarte, por favor? Discúlpame, quiero ver el jodido final del programa. Ya te dije cuánto me gustan —con su pierna señalaba a la pantalla.
¿Ella?: ensimismada con aquellos sinsontes de pico largo.
Sin mirarme pidió otra ronda de whisky con agua. Serviría para mí otro whisky a la roca.

—Llámame Vladimir —dije.
Dos líneas de Johnnie Walker y cubos de hielo en mi trago, más whisky con agua en el vaso de Gunila. ¿Yo?: de pie, junto al extremo opuesto de la cama.
Extendí mi brazo para alcanzarle su bebida. ¿Ella?: un cuerpo de piel muy blanca, pubis ralo y castaño. Siguió acostada. Solo se arqueó para estirarse. Como una gata.
Sobre su ombligo puse entonces el vaso.
—Llámame Gunila… Vladimir, eres un buen chico.
Bebió un par de sorbos. La vi relamerse, limpiar la comisura de sus labios con el índice. Y señaló a la pantalla con el mismo dedo.
—Vlady, deja el jodido diario, debes ver esto.
Y me volví hacia el televisor: varios sinsontes de aquella isla sin agua dulce daban el ejemplo de lo que debían hacer, los pájaros de su especie, para conseguir algo más que aquellas pequeñas dosis de sangre que bebían tras picotear los parásitos en el pellejo de las iguanas. Para calmar la sed, los sinsontes volaban hasta las colonias de aquellos grandes pájaros blancos. Buscaban un polluelo o un adulto débil. Y con su largo pico de cascar semillas picoteaban en el cogote del polluelo o en el de un adulto débil. No daba crédito a lo que veía: perforar la piel, cortar una vena. El fluir de la sangre. Una operación muy sencilla. Picotazos, una herida profunda. Sorbos tibios, abundantes y dulces para calmar la sed de un sinsonte o la de toda una colonia.

—“La nueva Miss Mundo nació el 26 de agosto de 1987” —leí en voz alta y Gunila apagó el televisor—. Dice aquí: “Nació en Nizhnevartovsk, en la Circunscripción Autónoma de Jantí-Mansiysk” —y miré a Gunila—. ¿Se pronuncia así? ¿Sabes dónde carajo está eso?
También le pregunté si el programa se había acabado.
—Querido Vladimir, ¿cómo crees que podría saber dónde diablos está ese lugar? ¿Puedes hacerme el maldito favor de callarte, por favor? Búscate un mapa… discúlpame, es que casi no me dejaste ver el jodido final del programa, ya sabes cuánto me gustan…
Me encogí de hombros y cerré el periódico.
—¿Cómo se te ocurre que yo podía saberlo? —Dijo.
—Es que tu cuerpo y tu cara…, es que tu nombre…, es que tu acento… ¿Acaso no eres rusa?
Solo se arqueó, para estirarse. Como una gata. Luego sonrió.

—Llámame Ismael —dije—. ¿No quieres más whisky?
—Querido, llámame Gunila, ese nombre me gusta. Mi osezno tuerto, deja a la maldita siberiana, olvídate de ella —su pronunciación fue muy limpia y sin acento.
Gunila sonrió cuando enarqué las cejas luego de escucharla.
—Ven —dio unas palmadas sobre el colchón—, el tiempo corre y el cuerpo se enfría. El tiempo es dinero, recuérdalo… Bueno, es tu dinero, tú sabrás —sonrió.D



Raiza caracter Raiza



Miraba el último noticiario de la noche cuando sentí el sonido metálico y breve del picaporte. Bajé el volumen del televisor, me volví hacia la puerta, se necesitaba una llave para abrirla —tenía una y no la había extraviado, el llavero estaba en mi habitación—. De las tres copias que le hice a la llave mi kodama era el único que tenía una —las otras estaban guardadas en una gaveta—, pero él no me había dicho que vendría.
Bajé todavía más el volumen de la TV y escuché murmullos: en el pasillo había más de una persona. Uno de los que estaba afuera movió despacio la puerta. Quedó entreabierta.
Volví a escuchar el murmullo. Reían —como quien no puede evitar la risa e intenta aplacarla—. Entonces la puerta se abrió del todo:
—¡Sorpresa, bellezo…! Carajo, qué cara de mierda tienes —dijo mi kodama apenas entró en mi apartamento junto con las dos Raizas.
Si le lancé un cojín fue, aunque no lo pareciera, un gesto de franca alegría —tal vez un ríspido gesto de alegría—, y no un reproche a su comentario tal como lo creyeron Raiza Ámbar y Raiza Topacio. Tras hacer diana en su rostro mi kodama cayó al piso, la mitad de su cuerpo bajo el cojín.
Raiza Topacio miró al kodama, luego hacia mí. La chica ámbar, atónita, se paró detrás de Raiza Topacio.
Solo se escuchaba la risa de mi kodama.
—Estoy más que bien, no se preocupen —dijo a las dos mujeres y puso el cojín en el piso.
Se acostó, su cabeza descansaba sobre el cojín. Sonreía.
—Tienes tremenda puntería —dijo.
Y lanzó el cojín hacia un rincón de la sala.
Raiza Ámbar intentó sonreír. La chica topacio me miraba. En silencio.
—¿No es bello que alguien se asuste o se preocupe por algo que te suceda? Míralas. Nunca una carita asustada me sentó tan bien.
—Me alegra que vinieran —dije.
—¿De veras?
Mi kodama sonreía. Tenía una mano en la cintura, con la otra tamborileaba sobre el muslo. Yo conocía aquella pose. Sabía que estaba esperando mi respuesta y decidí quedarme callado. Así era él. Preguntas a manera de dardos y sus ojitos brillando como teas. En su rostro tampoco podía faltar una sonrisa socarrona. Así era él.
—¿Es verdad que te alegra nuestra visita o me estás mintiendo? —Se volvió hacia las dos Raizas—: ¿Ustedes qué creen?
Pero Raiza Topacio, todavía parada junto a la puerta, se cruzó de brazos. El rostro duro y el entrecejo fruncido. No respondió. Ámbar solo se atrevió a mirarme por sobre el hombro de la otra chica.
—Qué dulce eres. Hipnotizas a cualquiera, míralas. Eres todo amor —dijo mi kodama.
Caminó hasta mí, de un salto subió al butacón, me dio un beso en la frente. Las dos Raizas nos miraron. Ámbar sonrió y saludó con un breve gesto. Raiza Topacio recogió el cojín y dijo: Hay amores que matan.
Mi kodama bajó del butacón, volvió junto a las dos Raizas. Las tomó por la cintura, les dijo algo al oído y decidieron pararse a mi lado. Ámbar y mi kodama sonreían. Saludé a las dos mujeres: una Raiza por mejilla. Eran dos mulatas de piel clara —una chica ámbar de cabello corto y lacio, de largos rizos de un pardo topacio la otra muchacha—. Dos mujeres que ya andaban por el metro y cincuenta de estatura. Pero solo un beso sentí en una de mis mejillas. Fueron los labios de Ámbar.
—¿Aburrido? —Dijo mi kodama y me dio un suave puntapié.
—Estaba viendo las noticias.
Se sentó en el suelo frente a mí. Con la cabeza hizo un gesto de negación y les dijo a las dos Raizas: Este muchacho me está mintiendo o se tortura, ¿o creen que me miente y se flagela al mismo tiempo?, tenemos que hacer algo por él.
—Voy al baño —dijo Raiza Topacio.
—Qué dulce y atenta eres, cojones.
Ámbar pidió disculpas, le tomó la mano a Raiza Topacio y nos dejaron a solas.
—¿Cómo va todo? Tu cara de mierda es un maldito poema —mi kodama volvió a subirse en el butacón y se sentó junto a mí. Me tomó por la barbilla—. Al parecer no te has recuperado de lo de Grethel. ¿O sí?
Aparté su mano.
—Carajo, veo que ya sabes que al menor descuido puedes quedarte fuera de juego.
Asentí.
—Me encontré con la tal Patricia, me dijo algo sobre una carta y fotos —mientras hablaba mi kodama se quitó los zapatos—. Por suerte hablamos poco, esa chiquita tenía demasiada energía negativa. Ella también tenía una carita que era un poema, me recordó a Benedetti. Dios la ampare. Una carta y fotos... Increíble, ¿recibiste noticias de Grethel?
—No seas hijo de puta.
—¿Por qué eres tan dulce, bellezo? Ok, lo siento, de veras siento su muerte, te acompaño en tus sentimientos. Pero sabes que me duele verte así. Tienes que recuperarte, ¿lo sabes?
Me encogí de hombros.
Apagué la TV.
Mi kodama fue al cuarto y trajo el estuche de discos. Me lo lanzó, Pon algo, Benedetti, ya pasó un mes desde que murió Grethel y tienes que hacer algo. ¿Lo intentaste con alguien?
Con un leve gesto le hice saber que sí.
—Pero te veo solito, en alma y en pena. Carajo, será fuerte lo que te espera, muy fuerte. ¿Aguantarás el golpe? Creo que tengo que hacer algo por ti.
Tomé el estuche de discos y se lo di.
Mientras mi kodama intentaba elegir un álbum me preguntó cómo iba mi serie de temperas y el Cuaderno de Altahabana.
De las temperas tenía lista la reproducción de una de las viñetas de Elpidio Valdés y por la mitad el pliego de cartulina en donde quería dibujar dos mujeres desnudas junto a la silla que Lam pintó en uno de sus óleos. Solo había podido copiar la silla para utilizarla en mi futuro cuadro, porque los bocetos con las dos mujeres desnudas —iba ya por el sexto intento— no me convencían. Le dije a mi kodama que pasado quince días mi Cuaderno de Altahabana estaba varado en la misma página.
—¿Pero no tienes ni un maldito recuerdo para consignarlo en tu cuaderno? ¿No te ha pasado nada?
—Pura miasma.
Mi kodama dejó de buscar en el estuche de discos. Me tomó por la barbilla y mirándome a los ojos dijo: Estás de ingreso, me contestaste con una maldita frase literaria, no puedes hacer literatura en tu cuaderno, arráncate las vísceras y deja afuera cualquier pose, ¡júrame que las dejarás fuera de tu cuaderno!, por cierto, me gustaría recordarte algo —carraspeó, entonces engoló la voz—: solo existe una gran aventura y es hacia adentro, hacia uno mismo y para esa ni el tiempo ni el espacio ni los actos, siquiera, importan.
Sonrió.
Volvió a carraspear:
—Es cierto que suena demasiado literario también pero es la dosis que necesitas, aunque creo que Henry Miller era un tipo demasiado literario a ratos.
Salvo la carta y las fotos que Grethel me envió con Patricia —una carta y ocho fotos—, nada merecía ser registrado en el Cuaderno de Altahabana. Todo parecía simplemente transcurrir. Un simple flujo, sin turbulencias —la muerte de Grethel fue la última gran sacudida—. Un simple flujo sin turbulencias incluso para el viejo Jefe de Estado —su convalecencia transcurría alejada de los medios de prensa: ninguna imagen nueva, ninguna noticia de interés, nada de cuanto dijeran en el noticiario o los periódicos era nuevo.
Me sentía solo.
Sin ánimos.
Sin ánimos para dar, siquiera, un par de pinceladas en la cartulina que había dejado a la mitad.
—¿Viste un indio alguna vez? —Dije.
—¿De qué carajo hablas?
Entonces se abrió la puerta del baño.
Ámbar y Raiza Topacio salían. Sonriendo. Húmeda la piel de ambos rostros. El cabello pardo topacio recogido en una cebolla mostraba la nuca de Raiza.
De la mano caminaron a la sala y se pararon frente a nosotros.
—¿Qué hay de tu plan? —Dijo Raiza Topacio.
Mi kodama suspiró:
—Todo me parece bueno —tiró sobre mis piernas el estuche de los discos y saltó al suelo—. Escoge tú.
Se sentó. Dio unas palmadas en el piso y le hizo un guiño a las dos Raizas. Se sentaron una al lado de la otra, pero mi kodama tomó de la muñeca a Raiza Ámbar y le dijo: No seas cruel, déjame estar acurrucadito entre las dos.
La chica ámbar aceptó e hizo un espacio entre ellas.
—Ahmel me preguntó si alguna vez vi un indio. ¿Ustedes sí? De todas maneras no sé qué me quiso decir.
Ámbar asintió. Señaló a la TV.
—¿En un western?
—En el noticiero —dijo Ámbar.
—En ese noticiero hay un espacio reservado para los seres más sufridores del planeta. ¿O acaso no se han dado cuenta? Indios, focas, judíos, haitianos y africanos, ositos pandas… Ay, Dios… haz algo de una maldita vez —dijo mientras miraba hacia el techo— acaba ya con el sufrimiento, con el dolor. Niña, tú también está de ingreso, a ustedes dos los cortaron con la misma tijera. ¿De qué carajo están hablando?
Le dije a mi kodama que un indio aymará había viajado a La Habana para visitar al viejo Presidente, sin embargo en el noticiario no transmitieron ninguna imagen del encuentro.
—¿Y qué sentido tenía encañonar a tu presidente y al indio con una cámara de TV?
En voz baja Ámbar respondió que el indio aymará era el presidente de Bolivia.
—Cuánto ruido esconde el silencio… Carajo, debes hablar de la maldita miasma en tu cuaderno. Hazlo, pégate el bolígrafo a la sien y escribe, pero recuerda que debes hacerlo con las vísceras.
—Me gustaría ver tus pinturas —dijo Raiza Ámbar.
—¿Ahora? —Pregunté.
—¿Te parece mal?
Me encogí de hombros.
—No te hagas de rogar. Anda, ve, pero pon algo de música primero.
Antes de irnos a mi habitación escogí un disco. Jazz for the quiet times. Sin preguntar si aquel álbum de jazz era una buena elección para una noche de viernes encendí el reproductor y puse el disco.

—No hay mucho que mostrar —dije mientras buscaba mis pinturas y bocetos.
—No importa, me gustaría oírte.
Ámbar se sentó en mi cama y puso sobre sus piernas uno de los dos cojines que Grethel hizo para adornar la cabecera de la cama.
Ordené todo.
Y me senté junto a ella.
Comencé a explicarle lo que quería intentar con mis temperas y bocetos.
Raiza me miraba y asentía. Quizá ella no lo percibía, pero sus pies se movían bajo el suave compás del disco. A ratos los dedos de sus pies tocaban mis piernas. Una bella mujer. Más que estar sentada a mi lado la imaginaba como una de las piezas del álbum de jazz. Rodeándome. Haciendo un cerco que no dejaba ninguna brecha por donde yo pudiera escapar. Una bella mujer como una partitura casi siempre suave, clara, dulce, porque a ratos los golpes del drums, el set de metales, los instrumentos de viento o el piano irrumpían en aquel remanso de sosiego y rajaban toda su quietud para luego volver a serenarse. Era imposible no quedar atrapado entre los tracks de Jazz for the quiet times. Y con Raiza Ámbar pasaba lo mismo. Simplemente al estar junto a la chica ámbar sentías la necesidad de zambullirte en ella. A riesgo. Quien se enamorara de esta mujer de puro ámbar podía caer dentro de ella, como un insecto, y quedar eternizado con una última mueca de desesperación en el rostro.
—Te has quedado callado —dijo.
—¿Te gusta el jazz?
—No mucho... pero me gusta ese disco.
Sentimos unos fuertes golpes en la puerta de la habitación. Estaba abierta.
—¿Interrumpimos? —Dijo mi kodama.
Traía una botella de vino. Sonreía. Raiza Topacio entró al cuarto con un par de vasos. En silencio. El rostro duro. Puso los dos vasos sobre la cama, nos miraba. A Ámbar y a mí.
Recogí los bocetos y las temperas. Todos cabíamos en la cama. Ámbar le tendió una mano a Raiza Topacio y las dos se sentaron juntas con la espalda contra la pared —¿Ámbar?: con el cojín sobre las piernas. ¿La chica topacio?: con las manos de Raiza Ámbar entre las suyas.
Mi kodama me pidió que cogiera la botella y subió sin ayuda. Miré el escenario. En aquella noche de viernes seríamos dos mujeres, el kodama y yo sobre una misma cama, con una botella de vino blanco y dos vasos. Los cuatro estaríamos al amparo del alcohol y las suaves volutas del Jazz for the quiet times.
—¿No tendrás guardada por ahí alguna varilla de incienso? —Dijo mi kodama y sonrió.
Si el incienso era parte de algún plan no solo yo lo desconocía, porque las dos Raizas miraron a mi kodama.
Con un gesto le hice saber que sí. De mi gaveta saqué un estuche y encendí dos varillas. Con los dos vasos fuimos bebiendo el vino, las volutas de incienso y los acordes del disco. Los cuatro.
—Te escuchamos desde el baño —dijo Raiza mientras liberaba sus largos rizos de topacio y se acostó boca abajo con los pies apoyados en el espaldar de la cama.
—Todo —dijo Ámbar, jugaba con los rizos de la chica topacio.
No sabía de qué hablaban. Tampoco me interesaba saber. Al parecer esto sí era parte de un plan y preferí que intentaran sorprenderme. Le di un sorbo a uno de los vasos y miré a mi kodama. Se dio un trago. Largo.
—Le dije a Raiza que debíamos salir y hacer algo para que te callaras —dijo Raiza Topacio.
Me volví hacia Ámbar. Esquivó mi mirada, entonces descubrió sus piernas y puso el cojín sobre la cama. Tomé uno de los vasos. Estaba vacío, lo llené y le brindé a Ámbar. Sonrió. Con una voz apenas audible me dio las gracias. La vi llevar el vaso a su boca, apenas humedeció sus labios. Simulaba beber y a la par acariciaba a la chica topacio: su mano se deslizaba desde la nuca hacia el cuenco al final de la espalda.
—Creo que una noche de viernes sí es un buen momento para hablar de los miedos, la soledad y el silencio —dijo.
Me devolvió el vaso.
—¿Han pensado en la muerte? —Dije.
En la habitación solo se escuchaban los acordes del disco. Suaves. Se movían por las paredes, el suelo, sobre la cama y el techo. Grandes volutas de un gas que, mezclado con el aroma del incienso y el vino, comenzaba a envolvernos. Y no lo advertíamos. Un suave y dulce gas letal. Lo tragábamos en pequeñas dosis. Ámbar tosió: Le temo a la soledad —dijo.
Raiza Topacio, ocultando su rostro bajo los rizos dijo: A mí me aterra el silencio.
Las dos Raizas me miraron.
Esperaban mi respuesta.
—Es tu gran momento —dijo mi kodama y me acercó un vaso—. No lo eches a perder. ¿Quieres una fanfarria?
Tras un pequeño sorbo les dije que le temía más a la memoria que a la muerte: A veces la memoria me juega malas pasadas, hay días en que me descuido y termino empantanado en un recuerdo, mi problema es la memoria, mi gran problema es que no puedo olvidar.
Mi kodama estornudó y dijo: Ése maldito solo de piano me ha dado coriza, ¿quieres encender el ventilador y cambiar la música?
Terminó el vaso y volvió a llenarlo.
—Bellezo, ¿puedes sostenerlo por mí?
Saltó de la cama y regresó con uno de los libros que yo utilizaba para mis bocetos. El Atlas de anatomía normal humana. Lo puso sobre la cama.
—Niños, este es un buen libro de filosofía para una noche de viernes.
Se dio un trago largo. Lo miramos. Tenía los ojitos encendidos y no alcanzaba a ocultar su sonrisa socarrona.
—¿Estás borracho? —dijo Ámbar.
Mi kodama subió a la cama y con un pie empujó a la chica topacio. Quería un espacio e insistió. De mala gana Raiza Topacio se hizo a un lado y mi kodama pudo sentarse entre las dos Raizas. Con su índice dio unos golpecitos en el libro. Debíamos mirar la sobrecubierta y además hojearlo.
—Meninas, bellezo, nada mejor para ustedes que este libro en una noche de viernes que promete ser larga y hermosa —dijo y se paró—. Miren a este hombrecito, ¿no ven que está dibujado con la cabeza medio gacha, una mano junto al muslo y la otra en la cintura? Hay algo más y quien me lo diga se llevará el premio gordo. Les doy un minuto.
Sonrió.
—¿Qué les pasa? ¿Están ciegos, cojones?
Pidió disculpas.
Siguió dando golpecitos en la tapa del libro
—¿No lo ven?, ¿acaso no entienden? —sus ojitos encendidos se encajaron en los míos—. Cojones, toda la filosofía está encerrada aquí.
Raiza Topacio recogió su cabello sobre la nuca. Ámbar se acomodó junto a mí.
—¿No lo ven? —Dijo—. Ese hombre se ha quitado el pellejo para dar con la respuesta y para que nosotros la supiéramos. Los músculos, las venas, los tendones, los huesos... Esa es la única mierda que importa. Queridos, la gran aventura es esa, the rest is silence, cojones.
Y cayó sobre la cama.
De nalgas.
Riéndose.
Su cabeza golpeó la pared.
—Ese vino es pura dinamita. Me dijiste que las varillas eran de incienso, pero creo que están hechas con C-4. Y lo peor de todo es ese disco, quítalo de una vez.
Tomó el libro. Dejó al descubierto la imagen interior de la sobrecubierta. Con sus manitas nos haló por las muñecas e intentó abrazarnos.
—Es difícil hacerlo, es difícil y duele demasiado rasgarse el pellejo para entender por qué algo no va bien y por qué tememos. Y por si fuera poco asusta verse por dentro. ¿Alguno de ustedes se atrevió?
Mi kodama quería que miráramos otra imagen impresa en la sobrecubierta —y nos mostró la solapa del libro—. El mismo hombrecito volvía a aparecer. En esta ilustración el cuerpo, también desprovisto de la piel, mostraba solo el sistema cardiovascular, pero conservaba las facciones. Mi kodama buscó la otra imagen interior —la de la contratapa—, en donde el mismo hombrecito mostraba, además de los rasgos del rostro, el sistema digestivo.
—Señores, elijan uno de estos dos caballos y hagan sus apuestas. Un hombrecito con un gran corazón y otro simplemente luce un buen estómago. Piensen con calma, todavía tienen tiempo, la casa de apuestas no cierra sino mañana a las 10:00 a.m., creo que a esa hora volveré en mí. Por favor, tengan cuidado, ese vinito blanco es pura dinamita.
Saltó de la cama.
Trastabillando se fue a la otra habitación.
Mi kodama tarareaba la Oda a la alegría.

Llamaron a la puerta de la habitación. Era un toque suave. Respondí. Entonces escuché el chirrido de las bisagras de la puerta y luego el sonido metálico de las persianas al abrirse —mi kodama subió a la cama para abrirlas—. El sol del mediodía rajó la penumbra del cuarto, con la luz también irrumpieron en la habitación los ruidos de mi barrio.
—Veo que hicieron las apuestas y pusieron todo el dinero al mejor caballo —dijo—. No te preocupes, los dejaré dormir.
A tientas busqué las sábanas para tapar el cuerpo de Ámbar, el mío y el de Raiza Topacio. Sentí la manita de mi kodama tomar la mía para guiarla hasta uno de los extremos de la sábana.
—Bellezo, este ha sido más que un bello amanecer. No te preocupes, no le diré nada a nadie. Ni a ustedes. Soy una tumba.
Sonrió.
Se acercó al pliego de cartulina que yo había montado en el caballete —el tablero de plywood que me servía de caballete estaba apoyado contra el espaldar de una silla.
—Es solo un boceto —dije.
—Parece bueno.
Hacerlo nos llevó buena parte de la madrugada. Fue una jornada intensa. Muy intensa. Raiza Ámbar y Raiza Topacio no solo sirvieron de modelos. La chica Topacio —que también me pidió ver mis cuadros— dijo que le gustaría hacer algo con mis pinceles y las temperas y convidó a Ámbar a que la ayudara. Se interesó por aquel boceto en el que yo quería apropiarme del modelo de la silla que Lam dibujó al óleo y dijo que la idea le llamaba la atención, pero le resultaba ingenua, kitsch y demodé: ¿Para qué pintar a dos mujeres desnudas que se quieren besar?, ¿y para qué la silla con un florero encima en el medio de las dos mujeres?, ¿y además le pondrás un antifaz a cada una?
Sonreí.
Raiza Ámbar, sonrojada, asintió.
Discutimos.
Con par de discos y media botella de vino logré convencerlas. La chica topacio se recogió el cabello y dijo: Si no tienes inconveniente dibujaremos este cuadro contigo. La miré. Se acercó a Ámbar y le dijo algo al oído. Con un leve gesto Raiza Ámbar asintió. Se había vuelto a sonrojar.
Yo debía encargarme de los pinceles, la tempera y elegir cuál sería la pose ideal. Así lo dispuso Raiza Topacio. El resto correría por ellas. Serían mis modelos. Antes de que se desnudaran la chica topacio me pidió cartulina y tijeras. Diseñarían el antifaz.
Con los bracitos tras la espalda mi kodama miraba el pliego de cartulina montado en el caballete. En el boceto, dos muchachas de cuerpo muy delgado y extremidades largas, desnudas y en puntillas de pie, inclinaban el torso por sobre una silla que les impedía estar cada una contra el cuerpo de la otra. Eran dos cuerpos que ocultaban su desnudez tras un antifaz. Las dos mujeres apostaban por el encuentro arriesgando perder el equilibrio y a riesgo de que el florero cayera al suelo —una mano aferrada al hombro, la otra al espaldar de la silla—. Buscaban acercar los rostros. Intentaban besarse. Le dije a mi kodama: Tal vez en el fondo del cuadro dibuje un grupo de esos seres rarísimos que hizo Lam, una jungla de seres de cara a las dos mujeres.
Vi a mi kodama pararse en puntillas, inclinar poco o poco el torso hacia delante y pegar sus labios a la cartulina. Pero fue solo por un instante: el tiempo que demoré en entornar la ventana, cerrar mis ojos, y quedarme dormido bajo el abrazo de Ámbar y sintiendo sobre mi brazo los rizos y el vientre tibio de la chica topacio.D


A media noche



Ahí van —ahí no es otro lugar que la acera junto al muro del litoral—, la mujer va en el medio: Claudio, Malena y Joaquín. A ratos conversan, no importa el tema, no quieren caminar en silencio.
Claudio mira el reloj, luego al cielo y sonríe. Es una buena señal la sonrisa de Claudio: justo la medianoche, la luna es apenas un trazo de falso neón, una medianoche fresca y cerrada. Es el mes y la hora ideal, fue una decisión atinada que hubieran escogido el mes de marzo. Si así lo piensa Claudio es porque todo, al parecer, ha ido marchando tal como lo ha planeado. Vuelve a mirar al cielo. Sonríe. El litoral es una apacible franja de agua, roca y pavimento, muy pocos amantes han decidido terminar el día frente al mar.
Habían acordado vestir ropas ligeras, sin embargo sudan. Entre los tres se han repartido la carga. Joaquín lleva el saco de las herramientas y los remos, a Claudio le ha tocado la mochila con las latas de conserva y la lona, también las varas de bambú. Malena carga los pomos de agua y algo de comida: galletas, panes, embutido y queso.
Han hecho el camino a lo largo del muro —Joaquín no debe perder de vista la acera de enfrente, Claudio se ocupa de vigilar la costa, Malena debe estar al tanto de cuanto pasa en la avenida— y llevan poco más de media hora caminando en busca del lugar al que deben llegar. Malena ya no pregunta cuánto falta, ella canta en voz baja, alterna la mirada entre el horizonte, Joaquín y los edificios. Claudio la observa —una miradita que al parecer es nada si no nos detenemos a observarlo—, y decide trepar al muro.
—Falta poco —dice Claudio. Sonríe y silba el estribillo de la misma canción.
El negro Joaquín se inquieta con los golpes de viento. El aire pega la ropa al cuerpo de la mujer y revela la verdadera silueta. A ratos ve cómo los pezones hincan la blusa. Él cuida que nadie lo sorprenda, pero a veces no puede resistir y se vuelve hacia Malena y dice, tan solo para tener una justificación y mirarla: ¿Se fijaron?, está relampagueando, ¿lloverá?, quizá dentro de unas horas se pique el mar, no hay nada más feo que un mal tiempo en plena madrugada.
Joaquín habla y habla, le recuerda a Claudio y a Malena que con el cielo encapotado es imposible guiarse por las estrellas: ¿Se podrá hacer algo sin la Osa mayor y la Estrella Polar? Y también pregunta si no olvidaron el botiquín: ¿Malena, trajiste el botiquín?, cuando empiece el oleaje vomitaré hasta las tripas, terminaré largando la hiel, ¿trajeron algún remedio para el estómago?
Claudio se ha dado cuenta de las intenciones de Joaquín, por eso intenta esconder la risa. Los observa. Camina más despacio, todo por andar con cierto retraso. Malena, que ha desistido de cuidar que los golpes de viento no levanten su saya, asiente. Y sonríe. Es una leve sonrisa, tan leve como la tela de la saya y la blusa. Es imposible que Joaquín no clave sus ojos en el cuerpo de esta mujer. Cómo esquivarla. Nadie puede esquivarla. Nadie.
Aunque desde el muro busca una marca en el arrecife, Claudio no deja de observar cuanto sucede a su lado. Sabe que Malena, aunque va silbando, no pierde de vista el cuerpo de Joaquín. La ha visto. La mirada de Malena recorre la piel de este hombre tal como si amasara los músculos, se desliza cuerpo abajo junto a las gotas de sudor, esas gotas que van humedeciendo la camisa de Joaquín en las axilas, la espalda. Y Claudio tararea el estribillo. Se adelanta. Y los mira de reojo. Tienen una figura casi perfecta este negro y Malena, cada uno lleva a cuesta una carga bastante pesada, sin embargo se despreocupan de la caminata, del cansancio. Tal vez lo más importante para ellos sea el juego, espiar al otro sin que el observado lo advierta, comparar la verdadera forma del cuerpo con aquel contorno que han ido trazando en la memoria con el paso de los días. A Claudio le divierte fisgonear. Respira profundo, mira la camisa de Joaquín y se detiene en las axilas, los brazos, la espalda, y en las piernas, sus ojos siguen la ruta de las gotas de sudor, la contracción de los músculos, y dice en voz baja: Malena. Traga el aire de mar y repite: Malena. Se acomoda el bulto que le empieza a latir en la entrepierna, entonces le pregunta a Malena si le pesa la mochila. Mientras habla, los observa. Preguntar es la justificación perfecta para mirarlos. Un hombre y una mujer sudados. Es imposible que Malena no mire a Joaquín. Cómo esquivarlo. Nadie puede esquivar a este hombre. Nadie.
Claudio se detiene y pide que los demás lo hagan. Se inclina sobre el vacío, ahí en el arrecife debe estar la marca: dos piedras de río grises a poca distancia una de la otra. Las farolas de la avenida, tampoco la luna, alcanzan para iluminar la línea horizontal que deben marcar las dos chinas pelonas respecto a la costa. ¿Cómo es que Claudio está convencido de que han llegado al lugar exacto? Ha mirado su reloj, luego al cielo. Sonríe. Esa es una buena señal. Es cierto que relampaguea, es cierto que unas nubes de tormenta se agolpan, pero la corriente de aire las va alejando. No habrá mal tiempo, tendrán a la vista la Osa Mayor y la Estrella Polar, no es necesario preocuparse por el oleaje, el mareo, las náuseas, la medicina para el estómago. Todo, al parecer, marcha según lo planeado. Así lo piensa Claudio tras confirmar que el pequeño círculo y la cruz, dibujado con un trocito de carbón en el muro, es la marca que había dejado un par de días atrás.
—Joaquín, vamos para abajo —dice mientras limpia sus dedos en el pantalón.
El trabajo de Malena es arriba. Necesitan que alguien avise si llega algún curioso. Ella se sienta en el muro de espaldas a la ciudad.
—Déjame ir delante —dice Claudio.
Joaquín acepta. Comienzan a bajar.

Desde que decidieron bajar al arrecife apenas han hablado. Solo están pendientes de no caer. Claudio le comenta a Joaquín que han salido con el pie derecho, ningún problema hasta ahora, tampoco ningún curioso —es por este detalle que Claudio se vuelve hacia Malena, necesitan estar al tanto de cualquier aviso que ella haga.
La luz de las farolas desdibuja la silueta de la mujer. Allí está, sobre el largo muro del litoral. Hace su trabajo y no le interesan los golpes de aire que intentan levantarle la saya. Para Claudio, Malena no parece fingir, así es ella, tal como se lo ha pedido. Hay algo de rutina en los gestos. ¿Y Joaquín? Camina encorvado, agarrándose de los salientes en el arrecife, se vuelve hacia el muro cada vez que Claudio deja de hacerlo, pero termina esquivando el cuerpo de Malena cuando la débil luz de la farola del Morro barre el litoral.
—No pensé que bajar fuera tan difícil —dice Joaquín en el instante en que Claudio se asegura con Malena que arriba no hay ningún curioso.
—¿Quieres cambiar de bulto?
Con un leve gesto asiente. Ahora Joaquín lleva la carga más liviana, pero sigue encorvado.

Llegar hasta la marca les resultó tan fatigoso como bajar la pendiente. El suelo no es llano, hay demasiados salientes y agujeros, las piedras del arrecife tienen bordes afilados y la noche es cerrada.
—Coge —dice Claudio. Le alcanza uno de los picos y con el pie señala la china pelona—. Cuando te avise rompe donde mismo está la piedra. Tengo que picar en otro lado.
Se aleja. Cuenta diez pasos mientras busca la otra china pelona. No se puede cavar en cualquier sitio, no valdría el esfuerzo. Lo sabe. Calma, mucha calma, aunque la luz de falso neón de la luna no alcance para alumbrar la costa sabe que encontrará la otra marca. Debe caminar en línea recta o intentar hacerlo. Es la segunda piedra de río lo que debe encontrar. Una piedra gris, lisa y mediana, obligará a Claudio a agacharse cuando complete los once pasos. Y da el primero al tiempo que cuenta. Y da el segundo. Tres, cuatro… Ha seguido contando y ya suman once. ¿Por qué ha dado un paso de más si recuerda que con solo diez trancos cubría la distancia entre los dos puntos donde debían picar? Como no hay otra china pelona y esta piedra que ha encontrado es también grisácea y le cabe en el puño, Claudio le da una patada. Justo donde estaba la piedra da el primer picazo.
Con la mirada busca a Malena. No está sentada, da paseos cortos en el muro. Antes de cavar tiene que preguntarle si la avenida sigue tranquila.
—Cuando quieran —grita Malena.
Claudio hace la seña acordada, pero Joaquín no reacciona. Repite el gesto y el negro tampoco responde. Claudio grita: Joaquín..., Joaquín... Entonces el negro le pregunta cuándo puede empezar, que está listo y Claudio, además de repetir la señal, le dice: Cuando quieras.
La roca comienza a quebrarse bajo los golpes. Es un ruido agudo, metálico. El arrecife es una piedra muy dura. ¿Se escuchará muy alto? Claudio llama a la mujer, le pregunta —y para ello utiliza otro movimiento de manos—. Ella a su vez repite el mismo gesto, esta señal advierte que nadie viene.

Luego de cavar durante media hora Claudio decide tomar esta vez un descanso más largo. Joaquín es una máquina que ahora no mira a Malena. A Joaquín, la imagen del rostro de esa mujer, los pezones marcando la tela, las curvas del cuerpo bajo la ropa y el eco de una orden le bastan para cavar. Claudio sigue los golpes que da Joaquín en el arrecife. Es imposible mantener su ritmo. Es un buen tipo, puro músculo, un hombre manso.
Allá en el muro la mujer se entretiene con los golpes de mar, los enormes brazos de Joaquín y el pico que se encaja en el arrecife. Joaquín suda. Ella apenas lo pierde de vista. Claudio sabe que el juego no terminó llegado el momento de bajar a la costa, ahora es tan intenso y furtivo como cuando caminaban a lo largo del litoral. Claudio se divierte fisgoneando. Toma una bocanada de aire, se estira y luego se acomoda el bulto en la entrepierna. Le late, presiona la tela del pantalón. Aunque Malena esté sobre el muro y Joaquín en el arrecife parecen estar a nada de distancia. Claudio se imagina que Joaquín abre con el pico el sexo de Malena. En cada movimiento lo entierra más. Es una máquina. Pero máquina no es la palabra correcta. La boca de Claudio no alcanza a nombrar lo que cizallan sus ojos y el cerebro. Músculos, grajo, sudor, pinga. Es eso: un animal perfecto. Y dice en voz baja el nombre de Malena mientras mira a Joaquín. Claudio se lleva las manos a la nuca, aspira hondo. Una mezcla de grajo, salitre y perfume dulzón entra en sus pulmones. Joaquín, el mar, Malena: todo ha quedado adentro —demorará en exhalar cuanto ha tragado—. ¿Qué otro detalle debería tener en cuenta para llegar a esa palabra que resumiría lo que sus ojos están cizallando? Tal vez deba mirar más allá del cuerpo de Joaquín, digamos que a Malena. Ella apenas se mueve, cruza las piernas, se inclina y aprieta todavía más las piernas. Claudio intenta develar la silueta a contraluz sobre el muro. Donde va la cara debería trazar las facciones de la mujer, en el busto estarían las dos puntas grandes y oscuras marcando la tela, más abajo una prenda breve, negra: un animal perfecto. Y se aprieta el bulto en la entrepierna mientras balbucea algo. ¿Susurra el nombre de Malena? Es imposible escucharlo, lo impiden los golpes del pico y el sonido del mar que también rompe contra el arrecife. En los pulmones casi no hay oxígeno, entonces exhala.
—Disimulen, disimulen —dice Malena y además hace una nueva señal: es el gesto que indica que deben dejar todo—. Disimulen, vienen dos carabineros.
Joaquín esconde las herramientas. Claudio prepara las varas de bambú y simula que está pescando.

—¿Pican? —grita el carabinero más joven. El cuarentón solo mira al arrecife y los senos de Malena.
—No —Claudio se meza los cabellos—, la noche pinta fea.
—Mejor nos vamos, todavía nos quedan dos horas para terminar la guardia —dice el carabinero más joven a su pareja.

Malena, que miraba en dirección a los carabineros, se vuelve hacia el arrecife:
—Empiecen cuando quieran.
Apuran el ritmo.
—¿Hasta cuándo hay que cavar? —Dice Joaquín.
—Sigue, yo te aviso —mira el agujero que está cavando, hunde el cabo del pico y decide tomar otro descanso.
—¿Vas a pararte ahora?
—Sí, pero solo un par de minutos.
Claudio busca el pomo de agua. Le arden las manos, el sudor y el salitre queman la piel descarnada por el cabo. Se da un trago largo, empapa su rostro y el cuello. Mientras, Joaquín se ha vuelto hacia el muro, sus ojos y los de la mujer han quedado varados cada uno en el cuerpo del otro.
—¿Quieres agua? —Pregunta Claudio.
—Quiero terminar.
Joaquín da un picazo. Desde el fondo del agujero sale un sonido ronco.
—¡Malena, baja! —Grita Claudio.
Desde el muro, Malena dice: Tienen que apurarse, parece que los carabineros sintieron algo, vienen para acá.
—¿Estás segura? Joaquín, prepárate para dar otro golpe. Hazlo cuando te avise.
Los dos hombres se acomodan frente a los agujeros, cada cual toma el pico y lo alza, pero antes de que Claudio de el aviso Malena grita. Y se vuelven. Alguien ha aparecido, tomó por sorpresa a Malena. Es un hombre, lleva el pelo revuelto y un bulto dentro de una bolsa. La bolsa es de nylon. El hombre, antes de bajar al arrecife, dice: Hola. Desciende con destreza. Al pasar junto a Joaquín y Claudio dice: Hola, buenas noches, sigan sin pena, caven caven caven caven caven rompan rompan rompan rompan rompan piquen piquen piquen piquen piquen duro duro duro duro duro, queridos, que voy a lo mío, disculpen, ¿me regalan un poquito de agua?, sé que el salitre me dará mucha sed, no traje, no tuve tiempo, no pude, no me dejaron, no tenía de dónde sacarla, sé que tendré mucha sed.
El hombre toma el pomo, tiene el cuidado de alejar la bolsa, es un gesto exagerado, y bebe lo que queda en el envase. Traga poco más de medio litro y dice Gracias, sé que tendré mucha sed, no tenía de dónde sacarla, no me dejaron, no traje, no pude, no tuve tiempo, queridos, pero sigan en lo suyo, caven caven caven caven caven rompan rompan rompan rompan rompan piquen piquen piquen piquen piquen duro duro duro duro duro, que yo haré lo mío. Antes de irse acaricia la punta del pico que Claudio tiene en sus manos y sonríe.
Claudio y Malena se miran y luego se vuelven hacia Joaquín. El negro pregunta qué deben hacer. Pero Claudio se encoge de hombros y se vuelve hacia el hombre. Aquel hombre ahora camina despacio, encorvado. Algo busca. Algo ha encontrado, porque alza un brazo tal como si agradeciera a Dios el hallazgo y deja la bolsa en el arrecife. Entonces se hinca de rodillas.
Claudio ha decidido caminar hacia el hombre. No estaba en sus planes pero debe hacerlo. Lo sabe. Y sabe que debe mantener la distancia. Camina despacio. Tropieza, y se queda sin habla: el hombre está mordiendo las rocas. Es un ciclo frenético: roe el arrecife, se yergue, escupe, se inclina y muerde. Sus mordiscos siguen la misma línea que marcaban las chinas pelonas. Al parecer no es el azar lo que hace que el hombre-roedor y el par Claudio-Joaquín estén en una misma línea. Así lo piensa Claudio. Hay un plan, un cálculo y un imprevisto. El hombre-roedor se detiene. Ha escupido, traga una gran bocanada de aire, sonríe. Hace un gesto con la mano —su dedo índice señala hacia el arrecife—, asiente, guiña un ojo, vuelve a sonreír y luego dice: Caven caven caven caven caven rompan rompan rompan rompan rompan piquen piquen piquen piquen piquen duro duro duro duro duro, yo seguiré en lo mío.
Claudio sonríe. Esa sonrisa es una buena señal. Es una buena señal toda vez que Claudio le devuelve el guiño y con trancos apurados regresa a su sitio frente al agujero que cavaba. Levanta el pico, le pide a Joaquín que haga lo mismo y que espere la orden. Deben hacerlo al unísono, para ello la palabra ahora será la señal. Se miran, Claudio grita: Ahora. La voz de aviso apenas gravita en los oídos. El estallido seco y metálico sobre la piedra lo ha cercenado. Un único ruido, largo y ronco, se escucha más alto que el rompiente del mar.
Una grieta se abre entre los agujeros y continúa zigzagueando hasta llegar a la línea de mordiscos que trazaba el hombre-roedor. El agua comienza a fluir acompañada de chorros de aire y esquirlas de arrecife. Un enorme pedazo de roca empieza a separase de la costa.
—¡Suelten los picos! —grita el carabinero más joven, de un salto sube al muro e intenta desenfundar el arma— ¡Y tú, levántate...!
—¡Dame la pistola! —el cuarentón encañona a su pareja.

Los dos hombres no dejan de mirarse. Para el carabinero más joven no hay otra realidad que el cañón de la pistola en las manos del otro carabinero, el rostro contraído, las arrugas, unos ojos duros, marrones, fríos. El cuarentón grita: Dame tu pistola y vete. El joven carabinero no tuvo tiempo de llevar su mano a la cartuchera. La mirilla del calibre cuarenta y cinco lo tiene colimado. Una bala en el directo, el leve ruido del seguro al desactivarse y el dedo en el gatillo bastarían para calmarlo, el cuarentón lo sabe, es por eso que, teniendo ya como es su costumbre la bala lista para salir en estampida, retira el seguro y pone el índice en el gatillo. El carabinero más joven no exagera ningún movimiento, abre con mucho cuidado la cartuchera, toma su arma. Entonces la entrega.
Aunque su pareja ha subido al muro del litoral, el carabinero más joven sabe que todavía está en la mirilla. No intenta hacer nada. Lo ve asomarse al arrecife. Mientras, en la costa los chorros de aire, agua y fragmentos de roca siguen escapando desde la grieta.
—¿Por qué no cruzas? —Dice el cuarentón y señala hacia la avenida.— Mejor te vas.
Y su pareja de guardia obedece.

—Díganme en qué los ayudo —el carabinero cuarentón se acerca al grupo mientras enfunda su pistola y guarda la otra entre el cinto y la cintura.
Malena mira a Joaquín y los dos a Claudio.
En el instante en que los hombres intentan dar una respuesta, la roca termina de desprenderse y va al fondo. Un movimiento brusco sacude el suelo. Todos pierden el equilibrio, solo el carabinero y Claudio no caen al arrecife.
—¿Nos estamos moviendo? —pregunta el cuarentón.
—Creo que sí —dice Claudio.
—¿Entonces la desprendimos? —Joaquín se levanta y ayuda a Malena.
Todos sonríen. Malena besa a Joaquín en la mejilla, Claudio se seca el sudor y camina hasta el borde del arrecife, el hombre-roedor escupe, con un dedo retira algo de su boca —quizá un pedacito de roca— y se acerca a Claudio, entonces le pone el brazo en el hombro. El carabinero, tras comprobar que nadie lo observa, camina hasta los dos hombres. Al pararse junto a ellos, una de sus manos abandona el bolsillo del pantalón y lentamente va acercándose a la espalda de Claudio, pero se detiene a pocos centímetros y regresa al bolsillo.
La luz de las farolas de la avenida y la luna no alcanzan para iluminar el arrecife, pero basta para advertir las siluetas. Claudio y el hombre-roedor se agachan, tal parece que se hubieran puesto de acuerdo. Se miran y meten las manos en el agua. Si de veras el plan funcionó, si más que una sensación es cierto que desprendieron la isla, el movimiento al parecer es muy leve. Sentir el agua fluir entre los dedos u observar la posición de la Estrella Polar o la Osa Mayor podría ser la única manera de saberlo. Así lo ha pensado Claudio. A pesar del leve tren de olas que rompe contra la costa, Claudio siente, o cree sentir, que su mano corta una suave corriente. Y sonríe. Y el carabinero se decide y le da unas palmadas en el hombro. La sonrisa de Claudio es una buena señal, todo va aconteciendo según lo ha planeado: la isla ya no está soldada a la plataforma, ahora es una inmensa balsa de piedra a la deriva.
—Díganme qué hago —pregunta el cuarentón.
Claudio llama a Malena y Joaquín:
—No podemos esperar más, vamos a traer los bultos.
Los dos hombres ensamblan tres gruesas cañas de bambú, una encima de la otra. Las dos que sobran las pondrán transversal al mástil. Joaquín, el carabinero y Malena, con esas varas, sogas y una lona, arman la vela. El hombre-roedor solo mira. Mientras, Claudio busca en el arrecife el hueco donde debe encajarla. Es un agujero estrecho. Tal vez está lleno de agua. No hay por qué desesperarse. Debe tener calma, mucha calma —Como parte de un viejo plan, Claudio, después de elegir el lugar exacto donde debían cavar, buscó cual sería el punto indicado para clavar el mástil. Tomó las medidas del bambú, un cincel, martillo y una caña de pesca para disimular, y en varias jornadas cavó el agujero. Para encontrarlo dejó una marca: otra china pelona.—, calma, mucha calma necesita para encontrar la tercera piedra. Pero no aparece el hueco. Malena trae dos linternas. Salvo el hombre-roedor —que está abriendo la bolsa de nylon— todos buscan. Joaquín se agacha, toma algo del piso, sonríe. Ahí está, ha encontrado la piedra, ya pueden levantar el mástil.
Malena se acerca al hombre-roedor, le pide ayuda, pero le ha respondido que necesita tranquilidad, concentración: Solo necesito quince minutos, corazón, tan solo quince, ¿crees que puedes?, ¿crees que puedes dejarme tranquilo durante quince minutos?, antes no pude, no me dejaron, no tuve tiempo. Malena regresa y les dice: Ese cabrón está escribiendo, ¿lo pueden creer?, no hay una gota de luz y escribe como si lo guiara el demonio. Claudio se encoje de hombros —si esa ha sido su respuesta es porque cree que roer el arrecife al tiempo en que ellos cavaban basta para que esté sentado mientras ellos izan la vela—. Entonces le dice a Malena: No importa, no te preocupes. Y entre todos encajan el mástil en el arrecife.
Revisan el anclaje. Ha quedado firme. Claudio y el carabinero tiran de la cuerda. La tela se va desplegando, es una inmensa lona gris que se levanta por encima del muro del litoral.

Ahora sí se siente el movimiento. Es cierto que es leve, pero al menos aquí en el arrecife se puede sentir el vaivén. Ya la isla avanza. La estela del bloque desprendido es apenas visible, ha quedado atrás. Bajo la oscuridad, el pequeño remolino se confunde con la espuma del rompiente y la estela que deja la isla mientras navega movida por la corriente de aire.
—Traigan los remos —dice Claudio mientras busca una brújula.
—Dame uno —pide el carabinero—, si vamos a remar en parejas lo haré contigo. ¿Dónde nos ponemos? Me voy a sentar detrás de ti para no perder el ritmo.
Doblan los sacos. Se han acomodado sobre las rocas estos remeros, justo en el borde del arrecife. Bogan. La estela de espuma, aunque leve, es cada vez más larga y curva. Claudio advierte que las olas ya no golpean de frente a la costa. Mira la brújula, a las estrellas: está cambiando el rumbo.
Ahora navegan en diagonal a la corriente. Es muy probable que el movimiento sea imposible de notar tierra adentro, el cambio de rumbo es apenas perceptible incluso para quien camine a lo largo del muro conociendo qué pasa acá en el arrecife. Para una embarcación tan pesada, como ahora lo es la isla, un leve tren de olas es insignificante. Habría que esperar un temporal, de otra manera es imposible advertir el movimiento. Pero sobre el litoral se levanta una inmensa lona hinchada por el viento. No es necesario pararse en las azoteas o los pisos más altos de los edificios que componen el sky line del litoral, la vela puede ser vista desde las bocacalles o la avenida.

Reman el carabinero y Claudio mientras Malena y Joaquín se alejan. Van callados, caminan de la mano, cuidando no caer, hasta detenerse en una zona del arrecife que en varios escalones baja y se adentra en el mar. No les importa que se les vea buena parte del cuerpo, se paran frente a frente, como si también hubieran corregido el rumbo de sus ojos, las piernas, las manos. Dan de cara cada uno contra el cuerpo del otro. Y se besan. Y se tocan los dedos, tímidamente, luego esos mismos dedos avanzan por toda la piel. Solo la tela es lo que frena el impulso del cuerpo, por eso Malena busca abrir los botones de la camisa de Joaquín, la portañuela. Él se acerca todavía más, se deja hacer. Su falo, cada vez más rígido, embiste el cuerpo de la mujer. Ella también se abandona a las intenciones del otro: arrobada, ve las manazas del negro muy torpes mientras intentan desabotonar la blusa y abrir el zipper de la saya, los dedos que retiran la breve prenda que cubre el sexo, la boca carnosa de Joaquín besando el pubis. Malena suspira, el negro Joaquín se encajará entre sus piernas.
Claudio mira a la pareja y dice al carabinero que ya no van a la deriva, lograron romper la inercia. El hombre y la mujer están abrazados. Se besan. Las manos acarician y arañan y pellizcan todo el cuerpo. Las lenguas se arrastran por toda la piel. Será un viaje largo, muy largo.
El aire de mar enreda en una misma ráfaga el perfume dulzón de la mujer, el grajo de Joaquín y el salitre. A ratos el agua salpica. Las aletas de la nariz se dilatan. Inhalar, profundo, para que ningún olor escape.
Y la isla se mueve, despacio.
—¿Estás cansado? —dice Claudio al carabinero sin apartar la vista de la pareja.
Joaquín se entierra en la carne abierta entre los muslos. Ahí está Malena, montada sobre el hombre. Bate el aire. Dos cuerpos se mueven acompasados bajo una noche cerrada. El hombre hace que la mujer caiga sobre él, suavemente, una y otra vez. Y gimen. La mujer encaja las uñas, deja escapar un quejido. Joaquín ahora golpea más fuerte dentro de Malena. Carne contra carne desdibujada por la bruma y la débil luz de las farolas de la avenida. Salitre, gotas de sudor, agua de mar astillándose contra las piedras.
Claudio siente que el cuarentón le toca la espalda. Es un roce suave. El carabinero vuelve a tocarlo, señala hacia una amplia hendidura que se adentra en la pared de rocas que sostiene el largo muro del litoral. Pero Claudio le toma las manos, le da unas suaves cachetadas en el rostro al carabinero y le dice algo en voz baja. El cuarentón asiente, antes de tomar el remo le aprieta el hombro. Los dos hombres vuelven a tomar el compás de la boga.
El hombre-roedor ha visto la escena entre la pareja de remeros. Claudio lo advierte tan pronto choca con la sonrisa y un guiño que le hace este hombre. Se había vuelto hacia el hombre-roedor, lo intrigaba. ¿Cómo podía escribir sin nada de luz?, ¿qué debía estar escribiendo?, era cierto lo que dijo Malena, aquel hombre escribía como si lo guiara el demonio.
Claudio le devuelve el guiño y la sonrisa, entonces el hombre-roedor toma una hoja. Escribe algo. Tras varios dobleces hace un pájaro y lo lanza. El vuelo del pájaro termina en una brusca picada junto a Claudio. Deja de bogar, toma el papel y deshace los dobleces. No dice nada, solo mira al hombre-roedor, luego de sonreírle asiente.

Los cuatro hombres y la mujer viajan con todo. No solo llevan agua y algo de comida, cargan con el faro del Morro, el largo muro del litoral y todo lo que se levanta tras la avenida. Llevan un país a cuestas, si algo no tienen a mano —quizá la prensa, cigarros o alguna medicina— bastará subir a la avenida y adentrarse en la ciudad. Recién comienza la noche y algunas cafeterías seguirán abiertas toda la madrugada, pero no necesitan nada por el momento gracias al plan de Claudio. Tienen la noche y la madrugada para remar. En la mañana la isla estará más cerca del continente si no es que en medio del viaje deciden cambiar de rumbo.

Han decidido arriar la inmensa lona. Si bajan la vela no es porque no quieran llamar la atención de los trasnochadores que se han sentado en el muro, cerca del mástil, junto al carabinero joven. El viento empieza a batir en contra. Algunos solo miran el batir de los remos o a Malena y Joaquín, hay otros que gritan: ¿No podemos ayudar? Quiero hacerlo. También yo. Vamos a rotarnos, de todas maneras estamos en el mismo bote. ¿Saben para dónde van? ¿A dónde nos llevan estos cabrones? ¿Para el Norte? Para allá no. ¿Y por qué no? Hay mucha violencia, hay mucho racismo, hay mucha comida chatarra y es malísima para el colesterol, y demasiado smog, el tráfico es terrible, los vecinos no se llevan, no hay democracia, la televisión tampoco es buena, y de su presidente no me hables. Comemierda. A mí no me crean, lo dice la prensa. Pero eso mismo pasa en cualquier parte y no lo digo yo, lo he leído en la prensa. ¿Cuál? ¿Cuál qué? ¿En qué periódico lo leíste? Aunque sea vamos a dar una vuelta, cojones, quiero ver La Gran Barrera de Coral. La Tierra del Fuego. Yo tengo unos tíos en Galicia. Yo prefiero ir a Rusia… desde niño siempre quise ver a Lenin, se dice que parece estar vivo de lo bien conservadito que lo tienen. O a la Gran Muralla China. Dicen los chinos que el viaje más largo empieza con un paso. Vayamos al Louvre, o a Stonehenge, o a Nazca. Ni cojones, sé de alguien que trafica langostas, brandy, y con un poco de suerte y dinero consigues hasta una virgen, no está muy lejos de aquí ese cayo. Mejor al Vaticano, se murió el Papa Juan Pablo y no pude despedirlo, era un santo, quisiera ir al Vaticano, quién sabe lo que pase después... ¿Después?, ¿cómo que después si se están llevando la isla? Pero eso no es nuevo. Comemierda. Preferimos ir a la Meca, nuestro Dios también es grande. ¿Qué dice esa gente? Nada de eso, vamos a buscar la Atlántida o el paraíso de la eterna juventud...
Ya no son pocos los trasnochadores, el grupo ha ido creciendo pero no todos beben, cantan o simplemente miran cuanto sucede en el arrecife. Alguien dice: No estoy de acuerdo, tampoco soy el único, si preguntan, mucha gente dirá que quiere quedarse en el mismo lugar. Es cierto, lo acompañan otras voces y algunas de esas voces han venido con carteles. El carabinero joven está en medio de los dos bandos y observa cómo los rostros se tensan. Los ánimos pueden caldearse. Lo sabe. Debe reaccionar. Y reacciona. Pero es un reflejo condicionado el gesto de llevar su mano a la cartuchera, se ha acordado de que está vacía, por eso se sube al muro y dice: No vale la pena llegar a la violencia, en realidad no vamos a hacer un viaje, es imposible irse de viaje si no abandonamos el país, ¿acaso es posible hacer un viaje sin abandonar la patria? El joven carabinero tiene las mejillas encendidas, gesticula, el dedo índice levantado y apuntando inquisitivo, entonces dice: Todavía estamos en nuestro país, en nuestra casa, conservaremos el jardín, la noche, nuestra familia y las mascotas... el Presidente, el Primer Ministro, la Junta de Gobierno y Dios no dejarán que la nación y su pueblo anden a la deriva, se los garantizo, ¿este cambio les parece una mala iniciativa?, si no nos gusta el recorrido… si no nos gusta, podemos convencerlos de virar y anclarnos en el mismo lugar. Y sin retirar la mano que descansa sobre la cartuchera el joven carabinero grita: Decidir el destino de la patria entre todos solo es posible en un país donde se vive en democracia.
Alguien aplaude tímidamente, dos más lo secundan, hasta que el aplauso deviene reacción en cadena.
Claudio mira hacia el muro. Se vuelve hacia los dos hombres, la mujer y el hombre-roedor. Mientras ve al carabinero cuarentón liberar el broche de la cartuchera y dejar a mano también la pistola arrebatada, cruza los dedos y dice No hay por qué preocuparse, allá arriba se habla de consenso. Lo cierto es que muy claro se escuchó las palabras pueblo y democracia.
—¿Tú sabes lo que es la gangrena? —Dice el cuarentón al tiempo que revisa las dos pistolas—. Mi viejo decía que si se te enferma una pata lo mejor es cortarla.
—¿Eso mismo pensará el Presidente? —Malena toma la mano de Joaquín.
—Depende... —dice Claudio.
Joaquín se acerca con el pico, tiene el rostro contraído y una gran duda: quiere saber cuál sería la respuesta del Presidente.
—Depende de que el Presidente venga o no con el Ejército —dice el hombre-roedor sin apartarse de su manuscrito—. Pero a mí no me crean, remen remen remen remen remen remen, a mí no me crean, boguen boguen boguen boguen boguen boguen, yo seguiré en lo mío, escribiendo escribiendo escribiendo escribiendo escribiendo escribiendo. Disculpen, ¿me regalan un poquito de agua?, sé que escribir me dará mucha sed, no traje, no tuve tiempo, no pude, no me dejaron, no tenía de dónde sacarla, sé que tendré mucha sed. ¿Cortar una pata enferma es una buena metáfora? A mí no me crean, boguen boguen boguen boguen boguen boguen, todo depende del tipo de metáfora, remen remen remen remen remen remen, el amor nace de una metáfora, boguen remen boguen remen boguen remen, el horror nace de una metáfora, remen boguen remen boguen remen boguen, que yo seguiré escribiendo, no debo parar, no puedo parar, no debería parar.
Todos miran al hombre-roedor y luego se vuelven hacia el muro. El joven carabinero está de espaldas a ellos y arenga a la multitud reunida frente al litoral mientras blande el índice.
—Vamos —dice Claudio.
Terminan de arriar la lona, el viento bate más fuerte.

Claudio mira la hora, son casi las dos y media. Los trasnochadores no se han movido del muro. La mañana los va a sorprender todavía muy lejos del final del viaje. ¿Qué hacer? La gente sigue a la espera y podían servir de mucho, solo habría que decidir si convidarlos o no. Claudio sabe que deben tener a su favor varias millas recorridas antes de que llegue el Presidente y decida, de todos los presentes tanto en el arrecife como arriba en la avenida, quién es la pierna con gangrena. Pero Claudio no sonríe, se ha acordado de las palabras del hombre-roedor y se pregunta cómo leerán y entenderán el Presidente y el Ejército la metáfora de la gangrena y la pierna.
Se vuelve hacia el muro. Un plan no tiene porqué tener límites rígidos, claro que todo depende de las circunstancias. Y se meza los cabellos. Claudio sonríe y le dice a Joaquín: ¿Quién soy yo para decir que Dios no existe?
—Necesito que me ayudes —y Claudio toma por el hombro al carabinero cuarentón—, los que quieran ayudar tendrían que bajar en parejas. La fila deberá estar arriba, aquí en la costa hay muy poco espacio.
Así se hará, la sonrisa de Claudio es la evidencia. Y llama a los tres hombres y la mujer, sabiendo que el hombre-roedor rechazará la invitación. Es el momento de comentar la idea para luego decidir.
A pesar del viento en contra y los trasnochadores, Claudio está convencido de que no han tenido mala suerte, basta ajustarse a las circunstancias para encontrar una solución. Tras Malena y Joaquín camina el carabinero cuarentón. Claudio observa cómo el carabinero sigue el contoneo de la mujer y el andar de Joaquín, el cuarentón no los pierde de vista. A ratos tropieza con los salientes en el arrecife, justo en ese momento aparta sus manos de las dos pistolas que lleva en la cintura. El amor puede comenzar con una metáfora, también el horror, ya lo dijo el hombre-roedor y no es descabellada esta idea. ¿Qué podría hacer el carabinero cuarentón con esas dos pistolas? ¿Qué podría hacer el carabinero joven que no deja de blandir su índice, o el Presidente si viene en compañía del Ejército? Hay dos pistolas cargadas, un carabinero cuarentón bien entrenado, una pareja que se ha amancebado casi a la vista de todos, y un joven carabinero desarmado pero con las mejillas encendidas. Al igual que las chinas pelonas, cada uno de estos detalles son, por separado, simplemente piedras. Habrá que esperar, bien lo sabe Claudio.

Claudio se acerca al muro. Falta poco menos de diez minutos para que sean las tres de la madrugada y al parecer, en la avenida, el número de curiosos ha aumentado. Les habla, pide que alguien allá arriba organice las parejas. Algunos miran al carabinero joven, pero este dice que prefiere mantenerse al margen, que tal vez él haga falta para convencer a quienes disientan de la idea de remar que es necesario mantener la calma. Alguien se brinda. Comienza a bajar la primera pareja.
Claudio se ocupa de guiarlos en la bajada, para ello utiliza una linterna. El cuarentón no los pierde de vista, Joaquín se encarga de ubicarlos. Deben remar sin perder el compás, sin apurar el ritmo, solo mantenerlo.
Mientras los trasnochadores esperan su turno y los disidentes la decisión que tomará la Junta de Gobierno, el Presidente y el Primer Ministro, sobre el arrecife los tres hombres y la mujer siguen cada cual en puestos diferentes. El hombre-roedor ha levantado uno de sus brazos en dirección al cielo. Sonríe, besa el bulto de papeles, quizá ya terminó de redactar, porque ha guardado el bulto en la bolsa de nylon. La ha anudado. Tras abrirse el estómago con una sevillana allí guarda el manuscrito.
—Remen remen remen remen remen —dice mientras ensarta una aguja—, no tengan pena, yo seguiré en lo mío —y se dio la primera puntada—, cosiendo cosiendo cosiendo cosiendo cosiendo, no debo parar, no puedo parar, no podría parar, boguen boguen boguen boguen boguen. Yo seguiré en lo mío, cosiendo remen cosiendo remen… Disculpen, ¿me regalan un poquito de agua?, sé que escribir y coser me dará mucha sed, no traje, no tuve tiempo, no pude, no me dejaron, no tenía de dónde sacarla, sé que tendré mucha sed, y también sé que no puedo beber hasta que no dé la última puntada, de lo contrario toda el agua se me saldrá por la herida, así que no me den agua hasta que no termine de coser coser coser coser coser, aunque me muera de sed no me den ni una gota de agua, cuando tomo agua y me refresco siento la necesidad de escribir, no tuve tiempo pero he escrito, no pude pero he escrito, no me dejaron pero he escrito, no tenía dónde hacerlo pero he escrito, y también sé que debo tener cuidado con las puntadas, sobre todo con la última, o toda el agua se saldrá por el piquete y definitivamente no podré escribir escribir escribir escribir escribir.
Transcurre el tiempo y ya han bajado varias parejas: hombres acompañados de hombres, mujeres y hombres, mujeres y mujeres. Algunos lo han hecho conversando, otras parejas bajan tomadas de las manos, puede verse también un roce de labios antes de tomar los remos, o quienes beben ron a pico de botella. Transcurre el tiempo y algunas parejas no regresan a la avenida, se dispersan a lo largo de la costa, desdibujándose por la poca luz de falso neón de la luna y el haz repetido de la cadeneta de farolas que se suceden en la avenida. Hay quienes tienen los pies en el agua, otros se funden en un largo abrazo ya sea de pie o acostados, los hay que duermen o simplemente conversan. Los que se ocupan de la boga y el timonel ya descansarán si es que el cuerpo, en el instante en que no tenga los remos, obedece a cerrar los ojos y abandonarse al sueño.
Claudio, en silencio, mira la brújula, comprobará si el viento ha cambiado de rumbo, necesita izar la vela. Pero se detiene, algo lo ha hecho cambiar de idea. Se escucha un leve ruido. El sonido es persistente, baja y sube la intensidad, y cada vez resulta más agudo.
Claudio se levanta. Se meza los cabellos, desde el arrecife es imposible saber qué es aquello que se acerca. Piensa que quizá sea una señal sonora de alarma. Autos que piden vía libre. Y piensa en una fila de ambulancias. Piensa también en el cuerpo de bomberos. Pero lo que ha escuchado es el sonido de varias sirenas de una caravana de patrullas, camiones del ejército y blindados. Es una larga caravana. Se acerca.D

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