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Lorenzo revisitado / César A. Terrero Escalante


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César Augusto Terrero Escalante (La Habana, Cuba, 1966)

 
  Nací en La Habana (Cuba) en el 1966. Soy físico y actualmente resido en México. He colaborado con poemas y reseñas en diferentes revistas y sitios literarios como Deriva, Blanco Móvil, Punto de Partida, Almiar, Ciberayllu, Destiempos, El Otro Mensual, Espéculo y Literaturas.com. Poemas y ensayos míos han aparecido en varias antologías.      

 

Lorenzo revisitado

-ensayo inédito-



¡Por fin había llegado el día en que el anciano mostrara a la gente que pasaba por el corredor que no existieron perchas durante su vida! (Y no habría vida sin ella). Lorenzo se había arrogado las voces y los brazos, tirando hacia abajo la cuerda de la providencia, ese insigne favor.

Yo esperaba sentado en la sala. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los mosquiteros. Afuera zumbaba un enjambre de mosquitos negros. Pero ninguno de ellos se ponía derecho del todo, pues quedaban de espaldas y las palabras que los habían unido se perdían invisiblemente. Se iban a mantener una postura. ¿Impostura? Pero ¿quién conoce sus necesidades, o la muerte, con un temblor, la soga sobre la almohadilla de la mañana?

— Estoy mejor —dice— . Pero Fidencio no.

Hablamos debajo de los campos desiertos por donde entra directamente la luz.

— Durante mi sueño no había ventanas por donde entrara directamente la luz. Era como si aquél no fuese el sitio indicado para mi sueño: medio que rehusando el dominio de la mañana, con la ropa bruscamente contra el cuerpo de un marinero. Allí se formaba el chanchullo que sobra siempre en las ciudades para bostezar en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una cosa sin causa, seguramente de pie al enrejado?

Cree que las formas, cansadas de estilizar el litoral, se perderían en una vaca y descendiendo muy lentamente –como si quitásemos paños de una piel- se adelgazarían para penetrar en la lejanía y señalar las distancias que se deslizan desde su rincón del rancho. Todo eso, extrañado de encontrar en torno suyo una oscuridad descansada para sus ojos tan prestos. Ojos que cambian lo mismo que un mago sabe cambiar su metamorfosis, pues le parece oír, delante de sí, el espíritu o la causa de sus conciudadanos.

— Estoy mejor —dice—. Pero Fidencio no. Ahoritica estás y cargas tú con el tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un cuarteto, en lugar de presentar el tabique que las mañanas casi siempre son! No se veía a muchas personas por aquí a causa de estos sueños. Incomprensible, verdaderamente. Me pregunto qué hora será; afuera oigo el silbar de los árboles. No son sino muebles que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones. E inexpresables. Plegue al Estado que sea el término medio entre la maraña de los trenes...

Más o menos, las mismas observaciones de algo que abandonamos, de una felicidad que esperamos desde hacía largo tiempo. Esta que cuento pudo haber sido su enésima fiebre. Y no tiene cara de curarse.

— Estoy mejor —dice—. Pero Fidencio no. “La contemplación del café con leche produce una voluptuosidad”, reescribía yo sentado a una mesa que el lector, enardecido y momentáneamente feroz, como que me daba con ella. Papeles blanquísimos que al huir le tiraba a la Humanidad. Así interpretaba yo, experimentando más que un mago, pues quedaba con las espaldas y las rodillas dobladas dando la sensación de ser un mendigo.

Ha envejecido haciendo carbón con sus textos. Él menea la cabeza, todos corren y Lorenzo se deja mojar los zapatos sin levantar la mirada de la noche. Y su boca es también el Orden que te prepara una paradisíaca dulzura. En ella se agitan sombreros sobre los bancos, siguiendo posiblemente cada uno de los botones: no repugna a la razón. No queda en él la menor partícula de divinidad: supo elevar su alma, encuentre usted su cuerpo. En el rancho todos sabemos lo que lleva por herencia.

— Mi alma (si es que me tocó y todavía me queda) había cultivado secretamente aquel deseo. Me alejaba de las nubes. El pelo castaño se me volvió blancuzo y gastado con el monte. Cuando veo venir a mi madre, no siento la blancura y humedad de la ola. Sino que, sobre todo, la contemplo con delicia. “No deberíamos...”, pienso, “...nada más que una alegría”. Sin embargo, rebusco activamente qué acto de justicia es, un rompecabezas que se debe resolver antes de morir para poder resucitar después tranquilamente. Ya que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo".

Mucho tiempo ha estado acostándose. A veces, apenas había apagado la luz, no cerrábanse sus ojos, más bien aceptaban la atracción de los mangles rojos, desbrozando de aquí y de allá hasta romperle el alma al monte, con el tiempo. Las olas saltaban alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto. Se sustraía de la ola que ablandaba las cosas, que ablandaba las cosas, que cambiaba lo mismo que un mago sabe cambiar su metamorfosis. Pues le desagradaba el pensar que toda aquella pompa pudiera convergir hacia su persona o que era domingo.

— Soñé que había entrado en el silencio de la escuela, que volvía después a olvidar y a recogerlo. ¿Son éstas antinomias? ¿Son siquiera problemas? No, me parece que la vela ya no estaba encendida. Y ahora, después de despertarme, la idea de que era domingo, como si hubiese chocado con una nube o como si me hubiese despertado. Es que las mañanas casi siempre son para encender un quinqué en las narices del esfuerzo, por querer sobrevivir en aquellas aguas, por las desoladoras ciénagas de estas páginas, y de la ola.

Pero el fantasma no lo pierde de vista y lo persigue con rapidez. A veces, en noches de tormenta, en esas escenas entrevistas en su cuerpo, se agita como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente. Todas las escenas tenían un aspecto muy decente y estaban sentadas a intervalos a lo largo de una piel que ya no le disculpa. Habían perdido una tarde de colegio y ahora dejaban caer las manos y apagaban a un hombre: las legiones de pulpos que se convierten en poca cosa para sus zapatos, cuando se ha dicho la soga sobre la corteza de los asuntos públicos y dado miradas a las voces que los producen.

— En el pasillo no se veía a muchas personas. Había dejadez en el vestir de aquellos hombres, aunque no a juzgar por su fisonomía, sus ojos y su apagar de un relámpago. Allí Joyce escribía sentado a una mesa que era domingo. Tenía un aspecto muy decente y estaba sentado a intervalos a lo largo de una crisis, de pie al enrejado, mirando por sus intersticios a la claridad de un relámpago ante el cual ángeles y santos se inclinaban reverentes, y las legiones de pulpos se habían vuelto taciturnas.

Los cabellos le desobedecen, huyen, como si un ave fuese absorbida por el corredor. Ha envejecido haciendo carbón. Él menea la cabeza y la dulzura del retorno. Un largo pasillo, el que se convierte en poca cosa cuando los chamacos van penetrando en las miradas. Las huidas del colegio son el grito interior de un soplo de la luz; durante su sueño no ha cesado de reflexionar sobre lo recién leído. Más que ver las olas, creyendo que cansadas de estilizar el litoral se perderían en una iglesia, la vida, que el día era, cambiaba lo mismo que un acto de justicia.

— En aquella vida que yo había vivido en mis fantasías me había visto a mí mismo sacerdote joven, pues de vez en cuando me llevaba la mano zurda a un bolsillo de la sotana. “No me ataré ni al partido de Naphta ni al de Settembrini”. ¡Singulares pedagogos con su problema de la vida! Y después de ella (de la mano zurda, claro), mostraba a la gente que pasaba por el asfalto que podía lucir así su marca de grulla. Todo tan diluido en un amarillo intenso, que no la reconocían como suya. Pero ninguno de ellos percibió el ejemplo del cual se filtraba un poco de la espuma que brilla en el corredor.

Después de haberme dicho esto, recobra su actitud huraña que enloda las cerdas en los incendios para encender un quinqué en las inundaciones. Luego se produce una onda de vapores de recuerdos. Como ya se ha dicho: la naturaleza y apagar un caos en el corazón de la mujer. Ya que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo".

— Así interpretaba yo, experimentando una más que alegría. Por algo pasan estas cosas. Ahí es que viene un mosquito y entonces le mete a uno la fiebre hasta los huesos. Eso le pasó a Fidencio. Eso nos había pasado a todos y luego que nos inyectábamos la insulina, cargábamos con los pies. Y quiero que mi alma (si es que me tocó y todavía me queda) encuentre su cuerpo.

El guijarro de ojo ve pasar, uno tras otro, dos seres hacia la claridad de un cigarro, las aguas van alzando el cadáver. Se oye una voz, más o menos, de humedad. Está instalada en el despliegue de sus alas de murciélago. Lautremont y Apollinaire habían llegado frente a las olas. Las habían adivinado entrando en la bahía de los asuntos públicos: sus maneras, sus cortes de barba y otros detalles imponderables pertenecían, obviamente, a las oficinas instaladas en el bosque. Halle usted, pues, sin desorientarse, su sendero por las salivas y por los papeles.

— El asunto del texto se desprendía de mi amor y aun más, quizás, de mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una recompensa. Objeto de mis deseos: ¡no pertenecia más a la claridad de un relámpago! Y aunque Lezama no entendía ni papa de los mangles rojos ni de ir desbrozando de aquí y de allá hasta romperle el alma al monte, con el tiempo le había dado hasta la altura de esta cruz.

Ensaya sus dientes sobre la almohadilla de la cruz. Y no tiene cara de curarse. El caminito que recorre desde hace una eternidad se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan a Lorenzo los lugares.

— Cuando los que estaban sentados cerca de la escuela, que se me figuraba tener aún entre las manos, ladeaban un poco de luz, se veía que no eran sino sillas y mesas en movimiento; ya que los enlazaban.

Lacan y Adorno habían llegado frente a las oficinas instaladas en el éter lúgubre, escondiendo en el corredor la simpatía presente. Es una afección y afinidad que, a veces, franquea la barrera de espuma que brilla en el vestir de aquellos hombres.

— Durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre el largo pasillo que se ofrecía a mi estupor y enjugaba una furtiva lágrima de compasión. Aunque Kafka no entendía ni papa de los poros que se habían fugado de mi frente y los gestos observados en algunos sacerdotes. Pero, sobre todo, un sabor iba penetrando por cada uno de los trenes que descendían de la estatua de yeso del globo de la mañana. Y yo todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad que se me hacía evidente.

Se sintió aterrorizado cuando nos enteramos de que el hombre de melena piojosa lanzó, con todas sus vergüenzas, el irónico huchear de un pájaro en el jardín que bosteza y que, más tarde, como si aquél no fuese el sitio indicado para su sueño, rehusando el dominio de la escuela, se había fugado de la mañana, con la columna de humo de un soplo de luz, sin dejarle darse cuenta de que ya no estaba completamente solo a lo largo de una crisis de donde se desprenden, incesantemente, como un río, espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el tedio del tener que pasear. Repito, pero ¿quién conoce sus necesidades, o la salud!

Lorenzo se fija en uno de los árboles; mi hocico, lo mismo que después el de ella, muestra, a la claridad de un cigarro, las aguas que van alzando el cadáver de un cigarro. Por algo pasan estas cosas. Tenía que ser así. Pues le desagrada el pensar que toda aquella pompa pudiera convergir hacia su persona o que no hablamos para ser escuchados sino para que los demás hablen y que el caminito que recorre todos los días se va a grabar en su templo.

Luego se produce una oquedad, rápidamente llenada por las salivas y por los papeles blanquísimos, que al mismo tiempo estaban a distancia de la dignidad del celebrante, pues, de vez en cuando, se ha usado en exceso la especialidad de la casa con la misión de prevenirles de que deben cambiar de conducta. Nicanor, desde su párpado helado, exclama: “Porque lo merece; no es más que una alegría”. Sin embargo, yo rebusco activamente qué acto de justicia. Y el lugar del horno está entre ambos, a través de los otros.

Lorenzo escribe, sentado a una mesa, que la contemplación del café con leche produce una voluptuosidad o que el escaro, pescado, sólo tiene intestinos.

Mi boca será un ejército de desatinos, que de lejos parecerán cuervos. Mas Fidencio no.


Loquito y loco loco (reflujo)


¿Qué es lo que entonces yo sentí desde un aire primigenio? Sólo yo lo supe, y ya en Miami. Una ciudad por donde pudo andar Gurdjieff. Pues estaba a la orden del día.
Además de a la Imagen, respondo a la orden del día.
 

Toda la vida me la he pasado esperando inútilmente, en un solar yermo. Otras cosas. Otras cosas. Otras cosas: un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, animales de oro..., pero lo que pasó fue que nunca hubo nadie que me encontrara, tirado, todos los días, a través de todo eso.
 

¿El que arrojaba uvas en las gradas? Pero, vamos a ver, ¿cómo sabría decirlo en Jagüey Grande? Nunca he sabido cómo juzgar todo, cuando lo que resaltaba era una, verde, jarra de barro. Días alucinantemente desleídos aquellos, donde estaba el cartelito y donde se asimiló cosas tales como la noche y mi vida. También dije que todo esto procede tanto de unas láminas cuanto de gritar la manifestación de lo Bello con un Dios.
 

Y en aquel paseo, en fin... Yo no podía dejar de pasear, todos los días a través de un cuadrado de mármol y, después, de la colchoneta. Pero, indagando más, ¿a qué mármol me puedo estar refiriendo, asomado al fulgor y al canto, sostenido, de una calle donde había unos pinos; y una mancha, infaltable, con su llamita y todo, tal como un personaje silente? Ese paseo repetido que vivíamos los rodeados de agua por todas partes, no es otra cosa que aquella que no podía dejar de pasear, todos los días, a través de todo eso que, a la vez, yo no tuve que ver con los más crédulos viejos reunidos.
 

Y, ¡qué lástima!, salidos de aquellos cinematógrafos donde estallaba la bomba, los viejos surrealistas iban cayendo en el solar yermo. Así mismo fue. Entramos bajo una explosión sobre unas ciudades, era todo un Capítulo de la vanguardia, al final de una isla donde lo que se pudiera responder a un cuadro con cuatro filas y cuatro casas en cada fila, es que se pareciera a un reto: sólo mirar hileras de perros.
 

Lo que en realidad quería decir ese cartelito es que la Familia había sido raptada. Pero..., ¡agárrense a los perros contenidos en una noche de Nueva York!, pues yo, repito, nunca vi a nadie. Así mismo fue. Entramos bajo una explosión sobre unas ciudades (era todo un Capítulo de la isla) para poder llevar a cabo acciones. Con lo que, en un gesto vacío, en momentos, supimos cantarnos “Júrame”, aquella canción compuesta por María Greber en 1926.
 

Y yo sin saber si había pasado algo, ¿o no pasó nada? Así que yo soñaba un personaje de película silente que supiera decirlo todo sin tener que utilizar ningún sonido. Algunos poetas podrían decirlo como con boca rasurada por una ventana de este mes de noviembre, por años y por años. Pero, como a continuación siempre yo solía hacer, soy lo suficientemente literatoso como para levantar todo un túmulo de citas, imperfectamente traducidas.
 

Y, en medio de este patio híbrido, el carrito de helados con su corazón al aire libre y un grito que avisaba: ¡Apollinaire al agua!
 

Pero parece que ahora tengo que salir. Adiós...


¿Autor?: César Augusto Terrero Escalante
12 de noviembre del 2006D

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